domingo, 20 de diciembre de 2009

La carraspera de Octavio





Octavio decía no recordar el momento en que comenzó a tener este problema. Pero en el fondo sabía perfectamente el instante preciso.
Fue una tarde, compartiendo un capuccino con una chica que había conocido recientemente. A él lo perturbaba el escote pronunciado y sugerente de ella. No sólo por lo que aquella imagen encerraba (con dificultad), sino por lo apretujado y forzado de la prenda en cuestión. Los botones parecían balas a punto de dispararse, y él, sin dudas, sería un blanco fácil.
Conversaban de temas que a Octavio se le tornaban cada vez más difusos e inalcanzables a medida que sus sentidos se concentraban poco a poco en ese mismo lugar, amontonándose, como presos en fuga.
Tres botones a punto de volar por el aire…
Fue entonces que él comenzó a hablar, casi sin parar. No sabía exactamente lo que decía. Era como una especie de reacción involuntaria. Apenas tomaba aire entre frase y frase. Su parloteo era una interminable cadena de sonidos entrelazados, un enredo de vocablos que se convertía, con cada frase indescifrable, en un monstruo de formas inconexas, sin pies ni cabeza, dejando absolutamente perpleja a su interlocutora de busto prominente.
Fue allí que todo comenzó. Las palabras pasaron a ser sonidos, los sonidos a ruidos, y finalmente, cuando Octavio estaba a punto de ahogarse, una profunda carraspera. Su garganta parecía poblarse de piedras arenosas que chocaban entre sí. Y luego tos. Y Octavio ya no podía hablar. Tan sólo un desgarrado gorjeo, casi como un alarido deshilachado, proveniente desde lo más profundo de su vientre.
Tosía, y se ahogaba. Y luego las arcadas. Su compañera primero se cubrió el escote, en un intento por protegerse de algo que no lograba comprender. Y un momento después, lo miraba de pie, preocupada y desencajada. Y Octavio carraspeaba ya con dolor. Un rugido opaco que transfiguraba su pálido rostro.
Y otra vez las arcadas, cada vez más intensas. Su cuerpo se dobló, como un arco a punto de lanzar su flecha. Y luego de una honda convulsión, de su boca babeante se precipitó hacia la mesa un extraño plumífero. Un alocado pollo que desplegaba asombro y plumas ante la atónita concurrencia del café.
Ya la chica había desaparecido en desesperada fuga. Y Octavio terminaba de quitarse de entre los labios algunas pelusas que aquella imprevista criatura había perdido durante su aparición.
Fue así que se inició. Y cada vez que Octavio comenzaba a conversar con alguna mujer que le gustaba, que lo atraía, o que de alguna forma lo perturbaba, la carraspera se apoderaba de su garganta, hasta acabar lanzando un incontrolable pollo sobre ella…

viernes, 14 de agosto de 2009

Octavio en el Subte



Octavio se subió al subte como pudo. Empujó, hasta quedar justo frente a la puerta; y luego, la misma corriente de ese río de gente semidormida lo depositó adentro. Así quedó, apretujado, incómodo, como todas las mañanas. Su brazo fracturado, enyesado desde la muñeca hasta casi el hombro, le hacía las cosas aún más difíciles. El maletín, colgando en la única mano hábil.Así estaba, encajado entre un señor de sobretodo, y una señora robusta y bastante abrigada. Detrás, dos muchachos callados, tiesos por la hora y el invierno. La marea los movía dentro del vagón; y así, el cardumen de sardinas enlatadas se iba desplazando por el vagón/lata, dócil y mudo. El último oleaje/empujón lo dejó incrustado contra el poste, de frente a una chica joven, como él, de unos veinticinco años.Era rubia. Sus ojos verdes dejaban percibir su belleza a pesar del cansancio evidente en su mirada. El cabello ondulado, estratégicamente desprolijo, caía suavemente sobre sus hombros. Era naturalmente elegante, aunque informal. Trabajaría en alguna oficina - Supuso.Octavio no podía dejar de mirarla; además, por ser el único lugar hacia donde su rostro podía orientarse.No quería incomodarla, por eso, intentaba disimular que la observaba. Por momentos se concentraba en sus zapatos, en los pliegues de su abrigo, en un pequeño broche en la solapa, en sus labios carnosos...Pero nada lo impresionó más que sus manos. Parecían las delicadas alas de un ave que había posado su vuelo sobre sus rodillas. La piel blanca, sin imperfecciones; las uñas largas, prolijamente pulidas y pintadas; los dedos delgados, inmóviles, como una fina pieza de porcelana.Fluctuaba en la belleza de su ignota compañera de viaje, cuando comenzó a sentir una incipiente picazón que le recorría agudamente su glúteo, desde el vértice del recto, como una filosa lombriz pujando por salir.Intentó relajarse, a sabiendas de su absoluta imposibilidad de movimiento; pero aquella incómoda sensación era cada vez más intensa.Comenzó a transpirar. Súbitamente la temperatura de su cuerpo se incrementó. Como pudo, empezó a apretar sus muslos con fuerza, en un inútil e infantil esfuerzo por reprimir lo que ya era una insoportable picazón.A su al rededor, todos quietos, mecánicamente dormidos. Su único brazo disponible, aferrado al maletín, y aprisionado contra otro pasajero. El otro, latiendo dentro del inviolable yeso, prisionero, asfixiado, como él mismo; como si aquella carcasa estuviera expandiéndose, cubriéndolo por completo.Miraba los zapatos de la rubia. La imaginaba caminando elegantemente sobre algún pasillo iluminado, lustroso, como un inesperado escenario de esa sensual danza...Pero la picazón continuaba creciendo. De nada valían los rítmicos y complejos movimientos que intentaba realizar con sus torpes glúteos. Ya la sensación era la de una minúscula brasa incrustada en la indefensa puerta de su ano, quemando desde allí toda su inútil existencia.Sintió fiebre. Comenzaron a invadirlo pequeños estremecimientos, súbitos temblores en la espalda. Su rostro, empapado en sudor, se le desencajaba en cada nuevo ataque, en cada nueva punción, en cada nuevo espasmo de fuego en su culo, que lo recorría desde allí, y hasta su nuca.Ya ni siquiera podía continuar contemplando a la rubia. Su princesa de cabellos dorados y zapatos elegantes, su incierta cenicienta de ojos de esmeralda, se perdía en las ráfagas de humo que le subían por dentro, desde sus boxers calcinados por el ardor, hasta sus pupilas agobiadas.En un breve instante de claridad, cuando se dispersaron los tóxicos gases, alcanzó a percibir la perturbada mirada de su doncella que lo observaba atónita, con inesperado temor. Le pareció irónico que ella, que parecía ser la única visión, el único ancla que lo aferraba a la tierra y lo rescataba de la boca voraz del infierno de urticaria y dolor que intentaba devorarlo por completo, le mostrara terror en su rostro delicado.Y, en lo que sintió como último ataque, como último zarpazo del monstruo de fuego que lo consumía, mientras su cuerpo se sacudía con ardiente frenesí, alcanzó a girar su cintura unos cuarenta y cinco grados, hasta quedar con su inservible perfil hacia su impávida Dulcinea. Torció su cuello. Enfocó su rostro pálido, engrasado por la lucha; las mandíbulas flojas, los labios babeantes y morados, los párpados enrojecidos. Dirigió lo poco que le quedaba de visión hacia ella, hacia sus finas manos, sus dedos de porcelana, sus uñas carmesí, como frescos pétalos de rosa; y, mientras temblaba incontrolablemente, con su voz quebrada, como un áspero rugido, hondo, deformado por la desesperación, y contenido por el mismo esfuerzo, y el cansancio, le dijo:- Me rascás?




viernes, 24 de julio de 2009

Vino


Vino



Y claro…El más gordo de los amigos levantó su copa. Se venía la propuesta, la proclamación del brindis. El vino parecía un pequeño trofeo en las manos de un niño. Los dedos rechonchos aferrados al cristal opacado por tánto manoseo. Después de todo, hacía ya un par de horas que los amigos estaban reunidos en el bar. A esa altura ninguno de los cuatro recordaba la excusa del reencuentro.
-Por el vino, tal vez lo único sincero entre nosotros.- dijo el gordo.
El flaco lo miró de reojo, con apenas el trazo de una mueca en su boca. Algo de lo que había sido una sonrisa se desdibujaba en sus labios delgados como navajas.
El Negro lo miró con disimulo, manteniendo su mano en alto, sosteniendo la copa, y tal vez, lo que hasta ahora había sido divertido. Un momento feliz. Una noche entre amigos y copas rebosantes.
El Chueco fue el único que no se quedó apenas en amagues. “Vamos, che, que no decaiga!” Y golpeaba las copas de los otros, en un infantil esfuerzo por resucitar el brindis, el alegre tintineo de las copas en lo alto. El liviano abrazo de la amistad. Siempre él. Siempre el Chueco, componiendo las cosas.
El Flaco bajó su brazo. Apoyó la copa, en un lento abandono. Tal vez, el final anunciado de la noche, o de algo más.
“Si me querés decir algo, no me vengas con boludeces”
Y ahí nomás arrancó el Gordo con un desfile de reproches espesos y enlazados, un ardiente vómito sobre la perpleja mesa.
“Que sos un hijo de puta. Que yo siempre supe que vos te la garchabas. Que solamente esperaba que tuvieras el valor de confesármelo. Que ustedes dos (señalando al Flaco y al Negro) son unos hipócritas de mierda, también como yo… Adónde carajo quedó la lealtad?”
Y el Negro, que pará….Y el Flaco, que vos sabías que yo siempre la amé…Y el cruce de brazos y acusaciones, pesadas como años.
Y los golpes en la mesa. Y la sangre de las copas agitándose y derramándose.
Y el Chueco, que, irónicamente, con sus piernas retorcidas, era el único que andaba derecho, se sentó. Acercó su copa a la lámpara. La contempló con pacífica desconfianza, mientras el alboroto no cesaba…Y, a media voz, espetó, antes de mandarse otro generoso trago:
-Che. Qué le habrán puesto al vino?





lunes, 13 de julio de 2009

Barbijos


El muchacho entró al subte lentamente, como con cuidado. Se sentó despacio. Su soledad se ubicó sobre él, como un pálido abrigo. Acomodó prolijamente su maletín sobre las piernas. De allí sustrajo el pomo de alcohol en gel. Meticulosamente comenzó a higienizar sus manos, mientras, por sobre el barbijo, echaba una mirada al resto del pasaje. Afortunadamente, a esa hora no viaja tanta gente. Qué bien estuvieron en el trabajo! Aceptarle la propuesta de poder entrar él sólo a la oficina tres horas antes, para evitar viajar en el peor momento. Es todo un teorema evitar las aglomeraciones en la gran ciudad.
En la siguiente estación entró una chica. Vestía sobriamente elegante. Se sentó frente a él. El cabello rubio y cuidadosamente entrelazado. Por sobre el flamante barbijo, dos ojos azules como el cielo. Delicadamente se posaron sobre él, apenas un segundo. Un imperceptible gesto de reconocimiento, tal vez. Las almas gemelas podrían reconocerse así, con apenas un cruce de miradas, pensó.
Ella acomodó su bolso en la falda. En dos segundos pareció organizar todo allí adentro. Y luego, mientras limpiaba sus delicadas manos con alcohol, recorrió el interior del vagón con sutil curiosidad. Una frágil inspección. Dos señoras. Una mamá con su hijo, envueltos ambos en dos interminables bufandas. Una parejita de adolescentes. Y ese chico frente a ella, que cada tanto la observaba con sutileza. Su alma gemela, tal vez? Ella siempre creyó que las almas gemelas podrían encontrarse así, fortuitamente, y casi sin buscarse. De repente se descubrió imaginando cosas. Un rostro detrás del barbijo, una voz hablándole, una boca acercándose despacio, un beso…Un beso? Imposible! Ni loca! Y si me contagio la gripe?
En eso estaba, decidiendo no hacer nada, ignorarlo por completo. De nada servirían esos ojos dulces, ese gesto franco adivinado debajo del paño blanco, blanquísimo, de su barbijo.
Y entonces, él se paró, dejándole una última mirada, atravesando la puerta del subte con cuidado, y convencido de que así era mejor. Para qué averiguar más? La dejaría ir. Tal vez, en una de esas, le hubiera contagiado algo.

sábado, 11 de julio de 2009

Prensa.


Abro el diario. El sol de la mañana me ilumina las medialunas. En el café, las voces de siempre, y el esporádico chirrido de las sillas acomodando clientes.


Las amigas se encontraron a la hora señalada frente a la peluquería. En realidad, unos minutos antes. Era evidente que ansiaban este momento. Y, en seguida, el festejo, el saludo crispado y alegre. El parloteo sin fin entre ademanes y besuqueos. El rito comenzaba. Tenían tántos temas! El aire parecía no alcanzarles esta vez.
Y el ámbito era el propicio. Las mujeres adoran conversar en la peluquería. Allí pueden ser ellas, simplemente, entre ellas. Y hablar de ellas. Y de las otras, claro. Y por qué no, de los otros. Pero hablar, sin duda. Si fuera obligatorio callar en esos sitios, las peluquerías simplemente se fundirían. Desaparecerían. Y todas andarían por la vida ahogadas en charlas que no pueden ser, en sueños nunca confesados, en fantasías nunca reveladas, en secretos nunca esclarecidos, en chismes resecados en el más gris de los silencios. Y claro…Todas despeinadas. Qué triste destino para ellas! Y bueno, también para nosotros.
Ambas se perpetuaban, con el pelo recogido, frente a la impávida manicura, frenéticamente parlantes…Sacrificado trabajo el de estas almas en pena. Cuántas manicuras agradecerían ser sordas como una tapia. O, al menos, tener la memoria de una mariposa. Qué hacer con tánta información innecesaria?
O, acaso, no sea ésta otra prueba de que tánto dato, fuera de contexto, es nada más que un vivaz chusmerío. La alborotada conversación de dos amigas, en una peluquería como tántas, en una tarde cualquiera, ante una inalterable manicura que desea estar sorda.
Cierro el diario.