viernes, 24 de julio de 2009

Vino


Vino



Y claro…El más gordo de los amigos levantó su copa. Se venía la propuesta, la proclamación del brindis. El vino parecía un pequeño trofeo en las manos de un niño. Los dedos rechonchos aferrados al cristal opacado por tánto manoseo. Después de todo, hacía ya un par de horas que los amigos estaban reunidos en el bar. A esa altura ninguno de los cuatro recordaba la excusa del reencuentro.
-Por el vino, tal vez lo único sincero entre nosotros.- dijo el gordo.
El flaco lo miró de reojo, con apenas el trazo de una mueca en su boca. Algo de lo que había sido una sonrisa se desdibujaba en sus labios delgados como navajas.
El Negro lo miró con disimulo, manteniendo su mano en alto, sosteniendo la copa, y tal vez, lo que hasta ahora había sido divertido. Un momento feliz. Una noche entre amigos y copas rebosantes.
El Chueco fue el único que no se quedó apenas en amagues. “Vamos, che, que no decaiga!” Y golpeaba las copas de los otros, en un infantil esfuerzo por resucitar el brindis, el alegre tintineo de las copas en lo alto. El liviano abrazo de la amistad. Siempre él. Siempre el Chueco, componiendo las cosas.
El Flaco bajó su brazo. Apoyó la copa, en un lento abandono. Tal vez, el final anunciado de la noche, o de algo más.
“Si me querés decir algo, no me vengas con boludeces”
Y ahí nomás arrancó el Gordo con un desfile de reproches espesos y enlazados, un ardiente vómito sobre la perpleja mesa.
“Que sos un hijo de puta. Que yo siempre supe que vos te la garchabas. Que solamente esperaba que tuvieras el valor de confesármelo. Que ustedes dos (señalando al Flaco y al Negro) son unos hipócritas de mierda, también como yo… Adónde carajo quedó la lealtad?”
Y el Negro, que pará….Y el Flaco, que vos sabías que yo siempre la amé…Y el cruce de brazos y acusaciones, pesadas como años.
Y los golpes en la mesa. Y la sangre de las copas agitándose y derramándose.
Y el Chueco, que, irónicamente, con sus piernas retorcidas, era el único que andaba derecho, se sentó. Acercó su copa a la lámpara. La contempló con pacífica desconfianza, mientras el alboroto no cesaba…Y, a media voz, espetó, antes de mandarse otro generoso trago:
-Che. Qué le habrán puesto al vino?





lunes, 13 de julio de 2009

Barbijos


El muchacho entró al subte lentamente, como con cuidado. Se sentó despacio. Su soledad se ubicó sobre él, como un pálido abrigo. Acomodó prolijamente su maletín sobre las piernas. De allí sustrajo el pomo de alcohol en gel. Meticulosamente comenzó a higienizar sus manos, mientras, por sobre el barbijo, echaba una mirada al resto del pasaje. Afortunadamente, a esa hora no viaja tanta gente. Qué bien estuvieron en el trabajo! Aceptarle la propuesta de poder entrar él sólo a la oficina tres horas antes, para evitar viajar en el peor momento. Es todo un teorema evitar las aglomeraciones en la gran ciudad.
En la siguiente estación entró una chica. Vestía sobriamente elegante. Se sentó frente a él. El cabello rubio y cuidadosamente entrelazado. Por sobre el flamante barbijo, dos ojos azules como el cielo. Delicadamente se posaron sobre él, apenas un segundo. Un imperceptible gesto de reconocimiento, tal vez. Las almas gemelas podrían reconocerse así, con apenas un cruce de miradas, pensó.
Ella acomodó su bolso en la falda. En dos segundos pareció organizar todo allí adentro. Y luego, mientras limpiaba sus delicadas manos con alcohol, recorrió el interior del vagón con sutil curiosidad. Una frágil inspección. Dos señoras. Una mamá con su hijo, envueltos ambos en dos interminables bufandas. Una parejita de adolescentes. Y ese chico frente a ella, que cada tanto la observaba con sutileza. Su alma gemela, tal vez? Ella siempre creyó que las almas gemelas podrían encontrarse así, fortuitamente, y casi sin buscarse. De repente se descubrió imaginando cosas. Un rostro detrás del barbijo, una voz hablándole, una boca acercándose despacio, un beso…Un beso? Imposible! Ni loca! Y si me contagio la gripe?
En eso estaba, decidiendo no hacer nada, ignorarlo por completo. De nada servirían esos ojos dulces, ese gesto franco adivinado debajo del paño blanco, blanquísimo, de su barbijo.
Y entonces, él se paró, dejándole una última mirada, atravesando la puerta del subte con cuidado, y convencido de que así era mejor. Para qué averiguar más? La dejaría ir. Tal vez, en una de esas, le hubiera contagiado algo.

sábado, 11 de julio de 2009

Prensa.


Abro el diario. El sol de la mañana me ilumina las medialunas. En el café, las voces de siempre, y el esporádico chirrido de las sillas acomodando clientes.


Las amigas se encontraron a la hora señalada frente a la peluquería. En realidad, unos minutos antes. Era evidente que ansiaban este momento. Y, en seguida, el festejo, el saludo crispado y alegre. El parloteo sin fin entre ademanes y besuqueos. El rito comenzaba. Tenían tántos temas! El aire parecía no alcanzarles esta vez.
Y el ámbito era el propicio. Las mujeres adoran conversar en la peluquería. Allí pueden ser ellas, simplemente, entre ellas. Y hablar de ellas. Y de las otras, claro. Y por qué no, de los otros. Pero hablar, sin duda. Si fuera obligatorio callar en esos sitios, las peluquerías simplemente se fundirían. Desaparecerían. Y todas andarían por la vida ahogadas en charlas que no pueden ser, en sueños nunca confesados, en fantasías nunca reveladas, en secretos nunca esclarecidos, en chismes resecados en el más gris de los silencios. Y claro…Todas despeinadas. Qué triste destino para ellas! Y bueno, también para nosotros.
Ambas se perpetuaban, con el pelo recogido, frente a la impávida manicura, frenéticamente parlantes…Sacrificado trabajo el de estas almas en pena. Cuántas manicuras agradecerían ser sordas como una tapia. O, al menos, tener la memoria de una mariposa. Qué hacer con tánta información innecesaria?
O, acaso, no sea ésta otra prueba de que tánto dato, fuera de contexto, es nada más que un vivaz chusmerío. La alborotada conversación de dos amigas, en una peluquería como tántas, en una tarde cualquiera, ante una inalterable manicura que desea estar sorda.
Cierro el diario.